El Mandala
La inspiración
raramente llega. Muchas veces estoy
tentada de sentarme a escribir, pero entonces me invade una sensación de
incomodidad, una especie de inquietud - ¿será miedo también? - que me disuade del
intento. Entonces me digo a mi misma que no me siento inspirada, que mejor
esperar a que llegue la bendita inspiración, que nunca o raramente llega de por
sí. Y es que me parece que a la inspiración
hay que buscarla. Que casi únicamente surge sobre la marcha, cuando uno se
decide a no esperarla, a acometer la tarea creativa que sea y a aceptar que no
siempre va a surgir de ella una obra de arte excepcional, sino que el simple
acto de crear ya es sagrado y suficiente, es decir, tiene sentido y merece la pena.
Es un
planteamiento muy budista, que comparto profundamente. El gusto está en la acción por sí misma, acompañada del sentir y de ahí surge la inspiración.
Si pongo mi objetivo en la obra resultante, tendré mucho más miedo de acometer
la acción, pues tenderé a pensar que estoy lejos de lograr alcanzar un listón tan alto como el que suelo imponerme. Y es que vivimos en un mundo masculino de competitividad en el que continuamente se
habla de “resultados” en todos los aspectos; todo está orientado al resultado
práctico, a la ganancia tangible, a la acción eficaz y productiva. Sin embargo,
qué poco amor ponemos en la tarea de por sí.
Hace tiempo
compartí una foto en la que se veía un gran mandala de arena, creado con increíble
minuciosidad y esmero por unos monjes tibetanos, que tras acabarlo, barrían sin
dilación. Qué gran ejercicio de paciencia y humildad y que gran lección. Así construimos
o se construyen nuestras vidas, como un gran mandala, que en algún momento será
barrido irremisiblemente por una mano invisible, sin dejar más rastro que un
leve recuerdo, que se irá difuminando con el paso del tiempo, como la arena del
mandala se escurre entre los dedos…